Cuando
inició esa estúpida abstinencia nunca pensó que le fuera a costar tanto cumplir
su promesa, que treinta días de privación fueran a convertirse en semejante
tortura.
Pero por
fin había llegado el final de su sufrimiento.
La cena
estaba riquísima. Sin embargo, lo que vendría después sería mucho mejor. El
momento más dulce de la velada se aproximaba. El postre. Fuera la cena ligera o
pesada, nadie podía resistirse a un buen final. Y menos ese día, en el que
sabía lo que le esperaba.
Para no
alargar la espera, dejó los platos donde estaban y se fue directa a su
objetivo.
Le dedicó
una mirada larga y lujuriosa al paquete que escondía su premio, su deleite. Acariciando
con la yema del dedo la rugosa superficie, fantaseó con su sabor aun sabiendo
que la realidad superaría al recuerdo de sus papilas gustativas.
Con
delicadeza y coquetería se deshizo de la barrera que los separaba.
Al quedar
al descubierto, sonrió y se aproximó disfrutando de la mezcla de aromas del
ambiente.
Abrió la
boca y asomó la lengua para dar la bienvenida a su regalo. El sabor le impregnó
la lengua y tragó la saliva que se le había concentrado en la boca. Oprimió con
los dientes la punta y se relamió, dejando escapar un ronroneo de agrado.
En un
arranque de locura se metió todo en la boca y tardo apenas un minuto en
comérselo.
Estaba
segura de estar incumpliendo uno de los siete pecados capitales, la gula. Pero
bien lo merecía aquella barrita de chocolate negro.
Tendría que buscar otra manera de bajar de peso. Del chocolate nunca podría
prescindir.